

Los cementerios siempre han sido entendidos como lugares cerrados, acotados, donde a través de una puerta se accede a un laberinto de caminos, rodeados de mausoleos y nichos.
La propuesta es la de un cementerio fragmentado, abierto, de pequeñas edificaciones que se adaptan a su entorno, a la accidentada topografía del terreno, minimizando el impacto arquitectónico en el paisaje. Son 14 cubos de granito, a primera vista desordenados, simulando rocas desprendidas en la ladera o contenedores de un posible naufragio de un barco. El cementerio mira hacia el mar y hacia el Monte Pindo, sagrado en la cultura popular gallega.
«La imagen del cementerio es la de una senda que atraviesa una
aglomeración de casas, una serpiente que repta a lo largo de la ladera de la
montaña hasta el mar, adaptándose a las repentinas variaciones del terreno
(…) El proyecto imita el modo en que la naturaleza produce sus arquitecturas,
y refleja la forma adoptada por los habitantes de esta tierra para producir las
propias. Es una obra para perder el miedo a la muerte”.
César Portela